EL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN VA A RUSIA
Cuando
el barón de Münchhausen contaba las anécdotas de su vida, la gente, después de
escucharlo con la boca abierta, se quedaba perpleja. ¿Eran verdaderas o
inventadas aquellas anécdotas? Juzgad por vosotros mismos.
“-Una vez –contaba el barón de
Münchhausen-, tuve que ir a Rusia. Sabéis que me encanta cabalgar y que ni el
calor ni el frío, ni la lluvia ni la tormenta me asustan. Por ello decidí ir a
caballo. En determinado momento se puso a nevar y la nieve era tan espesa que
no se veía nada. Caía la noche y no paraba de nevar. No podía encontrar ni un
pueblo ni una casa para pasar la noche. Pero mi ánimo no decayó por eso. Me
apeé del caballo, lo até a una pequeña cruz que asomaba por encima de la nieve,
me envolví en mi capa y me dormí profundamente.
“A
la mañana siguiente, desperté y miré a mi alrededor. No podía creer que estuviese realmente despierto. En efecto, me encontraba
tendido en un charco, en medio de la plaza principal de la ciudad, rodeado por
una multitud de personas que miraban hacia arriba. Miré yo también hacia lo
alto ¿y qué creéis que vi? A mi caballo, sobre el campanario, amarrado con las
riendas a la cruz. El pobre coceaba en el vacío y estaba a punto de morir
estrangulado. Desenfundé rápidamente mi pistola, la cargué, afiné la puntería y
disparé. La bala cortó las riendas, el caballo aterrizó en la plaza de cuatro
patas, como un gato. Monté sin esperar un segundo, lo espoleé y continué mi
viaje. Durante el camino, sin embargo, me preguntaba cómo diablos, habiéndome
dormido en la nieve en pleno campo, podía haber aparecido en medio de aquella
plaza y cómo mi caballo había estado a punto de ahorcarse amarrado a la cruz
del campanario. Durante la noche, no obstante, se había producido el deshielo,
la nieve se había derretido lentamente y, una vez disuelta, yo había bajado con
ella hasta encontrarme tendido en aquel charco en la plaza principal de la
ciudad. El pobre caballo, en cambio, al estar amarrado a la cruz del
campanario, se había quedado en lo alto con el deshielo.
“Sin
embargo, el tiempo se descompuso de nuevo. La nieve volvió a caer y cubrió
todas las cosas. Decidí seguir la costumbre rusa, así que me compré un trineo,
enganché el caballo a ese vehículo y emprendí camino hacia San Petersburgo.
Sólo me daba miedo pensar en que, durante el trayecto, pudiesen atacarme los
lobos. En Rusia, en efecto, los lobos son tan numerosos como los pájaros entre
nosotros.
“De
pronto, apareció un lobo que salió del bosque y se me tiró encima. No tuve tiempo
siquiera de echar mano a la pistola. El lobo se lanzó sobre la grupa del
caballo y comenzó a comérselo, bocado a bocado.
“El
pobre animal relinchaba de dolor y espanto, y corría con todas sus fuerzas,
pero no lograba sacarse al lobo de encima. Muy pronto, el lobo acabó de comerle
el lomo y siguió después con su barriga en su afán de devorarlo.
“¿Qué
hacer? Podría haber matado al lobo, pero tampoco habría podido salvar al
caballo, me habría quedado solo en el bosque, en mi trineo, entre un caballo muerto
y un lobo famélico. Por suerte, se me ocurrió una idea. Agarré la fusta y
comencé a fustigar al lobo, hasta tal punto que llegué a arrancarle jirones de
piel. Tal como había supuesto, el lobo acabó de comerse al caballo con la mayor
prisa posible y se echó a correr para escapar a los golpes de mi fusta. Pero yo
no le daba tregua. El lobo acabó ocupando el puesto de mi caballo ¡y cómo
galopaba, amigos míos! Me llevó hasta San Petersburgo a una velocidad pasmosa.
En
esta ciudad, me recibió una multitud inmensa: todos querían ver cómo hacía
correr al lobo enganchado a mi trineo. Me recibieron con tales manifestaciones
de júbilo que el zar en persona sintió una gran envidia ante mi destreza.
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